martes, 30 de diciembre de 2014

APRENDER CUESTA. DESAPRENDER, TODAVÍA MÁS.

             A los hijos y nietos, lo que deberíamos preguntarles cuando salen de la escuela, en lugar de "¿qué habéis aprendido hoy?", sería lo que han desaprendido: "¿Qué habéis podido echar por la borda, fuera de vuestra mente para siempre?". ¿Por qué es tan difícil desaprender y cambiar de opinión? Afortunadamente, procesos que parecen inexplicables a nivel individual, como desaprender lo aprendido, son la divisa aceptada a nivel de comunidad o grupo.

             La conciencia social parecería suplir las deficiencias de la conciencia individual a la hora del desaprendizaje necesario. El sentimiento de pertenencia a un grupo fortalece la cohesión social, y no necesaria ni únicamente las actitudes enquistadas en el prejuicio colectivo. Contamos con más pruebas del desaprendizaje social, como el que se dio en España durante la transición de la dictadura franquista a la democracia.

            La conciencia social tiene un poder normativo considerable. Nos hace sabedores de quiénes somos, de dónde están nuestros vecinos, de cuáles son las reglas del colectivo. Se trata de un instrumento importante y moderno. Si todo estuviera dejado al albedrío del inconsciente individual, sería mucho más difícil la convivencia en colectivos. Ahora bien, hay un problema serio. Cuando comparamos al resto de los animales con los humanos, siempre hablamos de instintos en el sentido de que determinados comportamientos, como sobrevivir y reproducirse, están inscritos en la propia naturaleza del animal. Se trata de instintos fuertemente determinados desde un punto de vista genético. El resto de los animales cuentan con las instrucciones precisas para sobrevivir. Los humanos, en cambio, cuando nacen, no puden hacer nada por sí mismos. Los humanos son "neoténicos", incapaces de sobrevivir por sí solos. Los humanos no nacemos con un fajo de instrucciones precisas, sino que las tenemos que aprender mediante la plasticidad cerebral. Por una parte, esto nos hace libres, pero por otra cometemos errores al elaborar nuestras instrucciones. De ahí que, tal vez, el precio de la libertad sea una buena dosis de infelicidad.

            Hoy por hoy, podemos echar por la borda miles de miles de pensamientos e ideas que nos perjudican. Es difícil imaginar una conquista mayor de la humanidad en los últimos cincuenta mil años.

            ¿Por qué la gente tiene tendencia a repetir aquellas mismas cosas que la hacen infeliz? ¿Por qué diablos tendemos a repetir aquellas conductas que nos sumen en la tristeza, en lugar de las que provocan sosiego o felicidad?

           Las acciones que el inconsciente nos lleva a hacer suelen ser para establecer algún tipo de equilibrio u homeostasis.

           Somos racionales, queremos encontrar a todo una explicación. 

            Pero nadie controla el inconsciente. Estamos aprendiendo a descubrir el hecho increíble de que miles de millones de personas han vivido sin saber lo que les ocurría interiormente. Nacieron, vivieron y murieron en este planeta sin apenas distinguir entre su inconsciente y su trayectoria supuestamente racional. 

            Venimos tan desprovistos de todo a este mundo que el precio que pagamos por esta libertad de no estar predeterminados es el error, la posibilidad de hacernos infelices.

            Las entrañas del inconsciente nos están revelando, por primera vez, que la infelicidad, la equivocación, es el resultado de una cierta libertad que no tienen los chimpancés o los reptiles... por lo menos todavía.

            ¿Por qué nos equivocamos tanto en comparación con el resto de los animales? 

            Existen razones genéticas.

            Un nivel inadecuado del coeficiente de inteligencia podría ser otra razón, más probable que las de orden genético, de cuantificar entre las causas decisivas. 

             Hemos descubierto dos singularidades:
             1) Que distintas arquitecturas cerebrales pueden arrojar el mismo coeficiente de inteligencia.
             
             2) Que a medio plazo, la perseverancia y el esfuerzo individual pueden suplir los déficits del coeficiente congénito.

              EDUARDO PUNSET.
                   EL VIAJE AL PODER DE LA MENTE.

PLASTICIDAD CEREBRAL.

           La lucha de antaño entre partidarios de la influencia del entorno y los que creen en el peso de la herencia genética ha sido sustituida ahora por el descubrimiento de la plasticidad cerebral, basada en datos experimentales. Nuestro cerebro no ha sido conectado una vez por todas -desde luego, no en función de los genes al nacer- ni tampoco al final del proceso de crecimiento del cerebro cuando termina la pubertad, aunque resulte difícil negar el gran impacto en la vida adulta de lo que ocurre en aquellos años iniciales.  El cerebro cambia continuamente con la experiencia, que deja huellas indelebles y, por supuesto, los cambios ocurren a niveles diminutivos en lo que llamamos sinapsis, donde las neuronas entran en contacto unas con otras. Tenemos cin mil millones de neuronas y cada neurona sintoniza con otras diez mil neuronas.

             Así que cuando se aprende algo o se adquiere cierta experiencia, algunas sinapsis en un circuito determinado serán más eficaces que antes. Ésta es la base, realmente, del aprendizaje y la memoria. De manera que el concepto de plasticidad -la idea de que el cerebro cambia con la experiencia- constituye un puente entre la neurociencia y el psicoanálisis porque la señal es un concepto que pueden compartir la neurociencia y el psicoanálisis. 
        
              ¿Estamos programados por las experiencias anteriores? ¿Podemos afirmar que cualquier tipo de experiencia que hayamos tenido hasta un momento dado determinará nuestra manera de comportarnos en el futuro?

              Pienso que estamos programados para no estar programados. Si nuestro interior, fabricado por la experiencia a través del mecanismo de la plasticidad, fuera todo él consciente, un producto cognitivo, nos comportaríamos de modo extremadamente racional y seríamos perfectamente predecibles. No es eso lo que ocurre en la vida real. Basta con mirar a nuestro alrededor. La verdad es que existe una realidad interior elaborada por la experiencia por la experiencia y el principio de plasticidad que es inconsciente y que, sin embargo, ejerce una gran influencia sobre nuestra conducta. Yo iría incluso más lejos: estoy convencido de que una gran parte de todo lo que hacemos se lo debemos al inconsciente; la conciencia es algo que a posteriori, después de haber actuado, nos permite saber lo que ha había decidido hacer nuestro inconsciente.

               El mecanismo de plasticidad nos permite liberarnos de los dos determinismos potenciales: el determinismo genético y, en cierto modo, el implícito en el propio principio de plasticidad. En teoría, por lo menos, la plasticidad podría representar un cierto determinismo dado que, al postular que toda experiencia individual deja una huella indeleble, estaríamos sugiriendo que haber escuchado una sinfonía de Mozart me convertiría de todas todas en un forofo del compositor. Eso no se tendría en pie.

              El recurso a la idea de una supuesta reasociación de huellas introduce un cierto grado de libertad en nuestra conducta. Si no, seríamos una especie de robots comportándose siempre de acuerdo con las instrucciones dejadas por la experiencia, sin posibilidad alguna de que fuéramos, por lo menos alguna vez, únicos, singulares, individuos distintos de los demás. 

               El inconsciente ha tomado la decisión de iniciar un movimiento incluso antes de haber decidido efectuar dicho movimiento.

                Los estados de ánimo nos influyen sin que lo sepamos. 

EDUARDO PUNSET.
EL VIAJE AL PODER DE LA MENTE.

HEMOS SIDO DEMASIADO CONDESCENDIENTES CON LA RELIGIÓN.

       Muchos creen que hemos sido demasiado tolerantes con las creencias religiosas. Debiéramos haber elevado el tono de nuestras protestas ante los desmanes derivados de la fe mal entendida.

       Charles Darwin dice en una de sus cartas:

 

       Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo -equivocadamente o no-, de que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Por ello, siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión, limitándome a la ciencia.

      Emocional y moralmente les resultó muy difícil a aquellos científicos sacudirse de encima el ethos cristiano bajo el que se habían formado. Es fascinante constatar hasta qué punto Darwin tuvo excelso cuidado en mantener el rigor de sus planteamientos científicos sin herir a los que no los compartían. En este sentido, y a nivel anecdótico, no me digan que no era enternecedora la actitud de Emma, la esposa de Darwin, profundamente religiosa, cuando repetía a sus amigos que el mayor de sus pesares era saber que Charles no podría acompañarla "en la otra vida" por culpa de su agnosticismo. Lo que la apesadumbraba era que el Dios todopoderoso no quisiera conciliar el buen carácter con el agnosticismo de su marido. Y lo que a él le apenaba, con toda probabilidad, era que muchos confundieran la libertad de pensamiento que él predicaba con ataques gratuitos a los que no la compartían.

            No cabe duda de que la relación entre la gente que profesa una religión y los agnósticos está cambiando. ¿En qué sentido? En primer lugar, la irrupción de la ciencia en la cultura popular permite descartar convicciones que antes parecían intocables. Hasta Darwin, gran parte de la comunidad científica, y desde luego toda religiosa, estaba convencida de que la vida del Universo había empezado hacía cinco mil años, en lugar de los trece mil millones de años que se sabe ahora que transcurrieron  desde la explosión del big bang hasta nuestros días. Con ello se ha dado tiempo para que la selección natural fuera modulando la evolución de las distintas especies. En segundo lugar, los continuados agravios e injusticas que siguen sufriendo -a raíz del machismo y del maltrato a las mujeres, en particular- los colectivos partidarios de impulsar la modernidad en sus propias culturas, suscitan solidaridades mucho más profundas y extensas que en el pasado. 

                Uno puede tener fe en aquello en lo que desea tener fe; pero debe reconocerse que, a pesar de las diferencias subyacentes a las religiones, hay un conjunto de principios comunes que todos los seres humanos parecen compartir, inconscientemente, en lo que respecta a sus juicios morales, con gran rapidez y de forma inconsciente, gracias al archivo desproporcionado del cerebro.   

EDUARDO PUNSET.

EL VIAJE AL PODER DE LA MENTE.